Cada año, más de 200 millones de latinoamericanos son víctimas de algún acto delictivo, siendo las tasas de criminalidad más altas del mundo. Mientras Europa o América del Norte presentan tasas de homicidios dolosos inferiores a 4 por cada 100.000 habitantes, el promedio en el Caribe y en América del Sur sobrepasa los 18, a la vez que el promedio de América Central y México sobrepasa los 252.
En los últimos años, además, se ha producido un alarmante recrudecimiento de la violencia en diversos países. Observadores y analistas han llegado a señalar el peligro de que algunas zonas de la región se transformen en una suerte de “Somalía latinoamericana”. En países como El Salvador, Guatemala, Honduras o Venezuela, la tasa de homicidios sobrepasa los 40 por cada 100.000 habitantes, mostrando un fuerte crecimiento en la última década. El fenómeno se extiende y agrava en territorios específicos dentro de países como México, Brasil o Colombia. En los países considerados “seguros”, como Argentina, Perú, Chile o Uruguay, la seguridad ciudadana está dentro de las principales preocupaciones de los ciudadanos. E incluso en esos lugares, determinados barrios al interior de las grandes ciudades presentan índices de temor y cifras de criminalidad significativamente más altas que en el resto del país4.
El problema a menudo se contamina y agrava por causa del narcotráfico y las mafias. Las bandas de crimen organizado asolan ciudades y barrios, atemorizando a los ciudadanos. América Latina está muy expuesta en ese respecto: se ubica próxima a los mercados mundiales de la droga en Estados Unidos y Europa, con sectores campesinos que ven en la producción y traslado de la sustancia una actividad infinitamente más rentable que las actividades lícitas. La región andina, por ejemplo, produce casi el 90% de la cocaína mundial, lo que genera una estela de organizaciones delictuales y el desarrollo del poder corruptor. Poco a poco, en algunos países comienza a observarse bandas delictuales de alta sofisticación en su organización y logística, las que ejercen control físico sobre determinados barrios y territorios.
El secuestro, la extorsión o el cobro de rentas a cambio de protección, se han hecho práctica frecuente en numerosos territorios de nuestra región.
Lo anteriormente expuesto genera una extendida sensación de vulnerabilidad en las personas, escepticismo en la capacidad del Estado para controlar el fenómeno, así como desconfianza en la rectitud de instituciones tan relevantes como el Poder Judicial, el sistema político y las policías. El temor hace que se replieguen las asociaciones de individuos y que se debilite la sociedad civil. En ocasiones, la reacción gubernamental