Autor: René Cortázar
Fuente: El Mercurio

Basta mencionar la palabra «consensos» para que se genere una reacción polarizada. Algunos la aplauden con la misma energía y convicción con que otros la rechazan.

Pero no siempre fue así. 

Durante la transición y hasta avanzada la década de los noventa, la búsqueda de consensos era una estrategia compartida por la gran mayoría del país. 

Habían dos razones. La primera, la conciencia de que la transición a la democracia era frágil. Lo habían mostrado con nitidez las transiciones en América Latina, tanto en lo económico como en lo político. La segunda, la conciencia de que los inversionistas desconfiaban de las políticas de la Concertación. Como se aspiraba a crecer, nada mejor que acuerdos amplios sobre los cambios que se querían implementar.

Hacia fines de los 90, algunos declararon que, como la transición había terminado, los consensos ya no eran necesarios. Otros pensábamos que eran indispensables, tanto para consolidar una democracia de calidad como para un desarrollo sustentable.

Una democracia de calidad es más que un sistema político en que la «mayoría de voto gana». Es un sistema que busca servir al interés general de la sociedad, que incluye los intereses de la mayoría, pero también los de las minorías. De las minorías étnicas, políticas, sociales, económicas o sexuales. 

Que el objetivo de la democracia es el interés general, lo ha reconocido la filosofía política desde hace siglos. Identificar o configurar dicho interés general supone la construcción, paciente, de consensos básicos entre los principales actores políticos y sociales a través de la deliberación democrática. Por supuesto, en aquellos aspectos en que no es posible concordar respecto de cuáles son esos intereses comunes, se impone la voluntad mayoritaria sobre la minoritaria.

El desarrollo sustentable, por su parte, requiere de instituciones, o reglas del juego, de calidad, que sean estables en el tiempo. Las inversiones, tanto en capital como en innovación, no se diseñan para el horizonte de un solo gobierno, sino que, habitualmente, con una perspectiva de diez a veinte años.

¿Qué garantiza que instituciones de calidad, que son las que incentivan la inversión de capital y en innovación, prevalezcan durante todo ese periodo? Sólo la existencia de ciertos consensos básicos entre las principales fuerzas políticas de gobierno y oposición. 

Dichos consensos hacen posible prever el sentido de los cambios a futuro, más allá de la natural alternancia en el poder.

Sin esos acuerdos la incertidumbre termina por debilitar tanto la inversión en capital como en innovación, de las cuales se alimenta el desarrollo.

La necesidad de consensos básicos para una desarrollo sustentable se ha visto acentuada en las últimas décadas por la llamada hiperglobalización y la revolución tecnológica. 
La hiperglobalización lleva a que los flujos de inversión cambien de países a la velocidad a la que se desplaza la información por internet. Instituciones económicas de mala calidad o que no reflejan acuerdos amplios son la mejor píldora abortiva para que los inversionistas, nacionales y extranjeros, busquen otros destinos. 

La revolución tecnológica, que también depende de la calidad y estabilidad de las instituciones, hace aún más sensible el desarrollo a la existencia de consensos amplios en el país. 

Pero, más allá de los argumentos que podamos dar, está la elocuencia de la realidad.

La búsqueda de consensos fue una característica propia de los gobiernos de la Concertación. Cuando estos se iniciaron, el 11 de marzo de 1990, Chile se encontraba, en términos de ingreso por persona, en el sexto lugar de la tabla de posiciones de América Latina. Lo mismo ocurría en los principales indicadores de calidad de vida de las familias: oportunidades de trabajo, poder adquisitivo de salarios y pensiones, acceso a la vivienda y educación. Habíamos permanecido en ese sexto lugar durante décadas. 

Estos malos resultados fueron parte de una etapa de nuestra historia caracterizada precisamente por la falta de consensos y una fuerte conflictividad social y política. 

Todo esto cambió a partir de marzo de 1990. Con la llegada de la democracia, se empezaron a construir grandes consensos y comenzó a dominar la cooperación por sobre la confrontación. En poco más de una década, Chile saltó del sexto al primer lugar de América Latina, en términos de ingreso por persona, así como respecto de empleos, salarios, pensiones, vivienda y educación. 

Dicho salto fue fruto de la buena calidad de las instituciones o reglas del juego de ese período, avaladas por un sólido consenso social y político. 

En los últimos años, desgraciadamente, hemos retrocedido. 

¿Qué hacer, entonces, en el futuro? Reconocer que, como aprendimos de nuestra propia historia, necesitamos un conjunto de consensos básicos sólidos.

Pero no idénticos a los del pasado. Ha cambiado la agenda de temas y los actores relevantes en cada uno de ellos. Sin embargo, el desafío de fondo permanece: articular acuerdos amplios, de modo de servir al interés general de la sociedad. Solo así es posible alcanzar una democracia de calidad y un desarrollo sustentable.


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