Autor: Manuel Marfán
Fuente: La Tercera

El ministro Rodrigo Valdés, mi amigo, lo ha hecho bien en la medida de lo posible, pero lo pasa mal. Ha estado empoderado en el manejo fiscal. Reordenó las cifras, ajustó la regla fiscal (realismo sin renuncia) y las leyes de presupuesto han sido ordenadas. Pero, en las reformas emblemáticas que ha participado, su opinión -conocida públicamente- generó discrepancias dentro del gobierno, y ha soportado estoicamente la aplanadora política que le ha pasado por encima cada vez. Él es un excelente economista y una persona intelectualmente honesta. No es cierto que haya mirado para el lado. Eso es injusto con la verdad. El problema de fondo no es el ministro de Hacienda, sino que un diseño de gobierno donde la economía se subordina a la política. Una renuncia puramente testimonial sería un error grave en tiempos con gobiernos y candidatos de la pos-verdad (*).

La semana pasada, Valdés señaló que el error de la reforma tributaria fue haberla presentado como neutra en lo económico. Que se debieron transparentar los costos que generaría sobre la economía. Si él hubiese sido el ministro en ese entonces, esa opinión también habría sucumbido frente a la aplanadora. Es que políticamente es más entretenido jugar al Robin Hood sin costos económicos. Los costos económicos son fomes para reformas que se presentan como emblemáticas. Y de tanto repetirse a sí mismos que esos costos económicos son irrelevantes, esa postura terminó como la verdad oficial. Como le pasó a Valdés con la reforma laboral. 

Pero todo lo anterior ya es leche derramada. A mí me preocupa el futuro. Y es para preocuparse. En efecto, en la franja electoral de las primarias los candidatos, de un extremo al otro, apelan solo a la emotividad. Quizás ese sea el signo de los tiempos. Para mí no es fome preocuparse de cuánto cuestan las cosas, de cuáles son la consecuencias económicas de las decisiones políticas. Por el contrario, lo que encuentro fome es vender ilusiones con un destino final decepcionante. Encuentro fomes las iniciativas que partan con un respaldo mayoritario y terminan con un rechazo mayoritario, y además con rabia. Antes, a eso se le llamaba demagogia.

Yo soy de izquierda. Siempre lo he sido. Y me formé intelectualmente con la idea de siempre considerar las “condiciones de reproducción del sistema”. Es decir, que las decisiones deben pasar el test de ser sostenibles en el tiempo. ¿Cuándo la izquierda chilena dejó de discutir esas condiciones? Y la derecha no está mejor. Su opción más probable es repetir un gobierno que hizo poco y nada por el largo plazo.

He sido majadero en esta columna que los países con mejores indicadores de felicidad, con mejores bienes sociales (educación, salud, vivienda), y con mejor distribución del ingreso son todos desarrollados. Que el sueño chileno solo es posible emprendiendo el camino al desarrollo. Que el sueño chileno no es posible sin desarrollo. Qué fome.

(*) Post verdad: «Circunstancias en las que hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que la apelación a la emoción y la creencia personal”. Diccionario de Oxford, citado en El Mostrador.

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