Autor: Manuel Marfán
Fuente: La Tercera

Por primera vez escribiré esta columna en primera persona. Deseo compartir dos experiencias personales, de hace años atrás, que aún hoy me marcan.

El Arrogante Humillado: La primera transcurre durante la campaña presidencial de 1989, cuando trabajaba en la reforma tributaria que planteaba el programa del candidato Aylwin. 

En ese contexto me pidieron exponer el programa económico a un grupo de vecinos de la población La Bandera. Era la primera vez que me tocaba algo por el estilo, y abordé la tarea con una arrogancia frecuente en los PhD. En un tono de profesor condescendiente que trata de bajar al nivel de sus alumnos “expliqué” el programa, con especial énfasis en las promesas sociales. 

Al finalizar hubo un aplauso frío pero educado, y se levantaron tres o cuatro manos. Las intervenciones de los pobladores eran parecidas y más o menos en el siguiente tono: “Suena bonito lo que usted plantea, pero cómo van a evitar el despelote. 

Cada vez que hay despelote los que al final pagamos la cuenta somos los pobres. Eso ya nos pasó en los años 70 y de nuevo en los 80”. A primera vista el resultado del encuentro fue un desastre. Pero una segunda mirada permite extraer valiosas lecciones. En primer lugar, fueron los pobladores los que me dieron una clase de economía inolvidable en vez de al revés. 

En segundo lugar, aspirar a lo imposible puede sembrar sueños y cosechar pesadillas. Eso está bien para los estudiantes pero no para los economistas y menos aún para los gobiernos. De paso, ese revolcón me bajó bruscamente del pedestal de la arrogancia.

Respondí, esta vez con mayor humildad, que el primer punto del programa económico de Aylwin era una reforma tributaria que diera estabilidad en el tiempo al esfuerzo en lo social.

El Mono de Paja: La segunda experiencia es anterior. Transcurría 1984 y empezaban a arreciar las protestas en las calles. En tanto, yo estaba recién volviendo desde el doctorado a Cieplan, y lidiaba con mi tesis. 

En eso nos visitó un sociólogo de renombre mundial cuyo nombre omitiré. Nos dio una charla sobre el trasfondo de las protestas en Chile. Cuando finalizó yo estaba embobado ante su fama, su elegante elocuencia y su capacidad de análisis político.

Pero en la parte de preguntas y respuestas osé preguntar: “¿Y la crisis económica podría ser parte de la explicación?”. Su respuesta: “Lo que usted dice es típico de los racionalistas de los siglos 17 y 18 que creen que todos los fenómenos políticos tienen un explicación puramente económica. Porque los racionalistas…” (cinco minutos de golpes a los racionalistas).

Confieso que de los racionalistas yo sólo sabía algo de Descartes. Me sentí injustamente maltratado. Me puso una etiqueta que no me identifica, luego pisoteó esa etiqueta y no contestó mi pregunta. 

Con los años, muchas veces he planteado la conveniencia de conciliar las lógicas políticas y económicas, y la inconveniencia de que cualquiera de ellas le pase la aplanadora a la otra. Frente a eso suelen decirme que soy partidario de la dictadura de la economía (plop). En el primer cuento yo soy el malo de la historia. En el segundo yo soy el bueno y el malo es el otro.

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