Autor: Manuel Marfán
Fuente: La Tercera

Uno de cada cinco jóvenes entre 19 y 23 años cursaba estudios superiores según la Casen 1990. En 2013 esa proporción fue más del doble.

El ingreso per cápita de los jóvenes entre 19 y 23 años de 2013 superó en casi 80% al de los de 1990. Pero ese aumento de ingresos explica sólo la cuarta parte de la mayor participación en la educación superior. Tres cuartas partes de esa mayor participación hay que buscarla en otras causas.

La hipótesis favorita de este columnista es socio-cultural. Suprimiendo el 10% más pobre y el 10% más rico de la población total, queda un rango intermedio de ingresos que agrupa al 80% de la población y, que marca las prioridades y valores de la mayoría. En 1990 esa mayoría se ordenaba en torno a la línea de pobreza como referente principal. La prioridad de la mayoría de entonces estaba dada por las estrategias de sobrevivencia y la acción del Estado para la superación de la miseria. En 2013 no hay pobres en el rango del 80% del medio y, por el contrario, la totalidad de esa población es de ingresos medios que, aunque todavía precarios, refleja una transición social de enorme relevancia. Lo que más se valora ya no son las estrategias de sobrevivencia, sino las aspiraciones clásicas de la clase media de todas partes y de todos los tiempos. Entre las principales, se aspira a que los hijos sean mejor que los padres. Que tengan las oportunidades que no tuvo la generación anterior; que no sufran las estrecheces, las discriminaciones y el trato indigno de antes. El acceso a la educación superior es un medio para lograrlo.

De allí que haya aumentado de manera significativa la participación de los jóvenes que cursan estudios superiores para todos y cada uno de los niveles de ingreso, incluso y especialmente en los tramos más pobres.

La escasez de ingresos de las familias no debiera ser un impedimento para cursar estudios superiores. Hay un amplio consenso en ello. Pero de allí no se desprende que la educación superior debe ser universalmente gratuita.

Pero los estudiantes se han organizado para exigir la gratuidad universal de la educación superior. Este columnista no tiene mucha autoridad para criticar a los estudiantes. Nuestra generación es la del slogan “seamos realistas, pidamos lo imposible”. Mal que mal, el término que se utiliza en ciencias políticas para avanzar más rápido y llegar más lejos de lo posible es “infantilismo”, mal que aquejó en su época al que escribe, pero que sanó.

Los estudiantes se han resistido a la captura política de su movimiento, y está bien protegerse del oportunismo. Pero los estudiantes universitarios construyen su ideario discutiendo sólo con otros estudiantes universitarios, y concluyen que la educación superior gratuita es un derecho. Es como algunos deudores habitacionales (o intelectuales, o empresarios, etc.) que discuten sólo con sus iguales y terminan coincidiendo en muchos derechos y pocas obligaciones. Eso se llama endogamia intelectual.

La gratuidad no debe ser para los ricos mientras existan otras prioridades. En este respecto, el actual proyecto de ley de educación superior refleja una prioridad política razonable hasta el fin del mandato de Bachelet (“realismo sin renuncia”). En los años siguientes se trata de un proyecto infantilista, que renuncia al realismo y pide lo imposible. Mala cosa.

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