Columna de opinión para La Tercera

El problema con el programa de Boric II es que está pensado -bajo el concepto de “Estado de Bienestar basado en derechos sociales garantizados”, p. 225- para un país como Suecia, con un ingreso per cápita de US$ 55.000, para ser realizado en un país como Chile, con un per cápita de US$ 26.000. Allá el Estado lo puede casi todo en materia de derechos sociales garantizados, aquí mucho menos. Sencillamente los números y las realidades no calzan. Aparece como un programa irrealizable e imposible de financiar.

Cuando en días pasados (8 de octubre) Nicolás Grau, uno de los principales asesores económicos de Boric, actuando en su nombre y representación, dijo en una exposición ante el mundo empresarial que, en el corto plazo, el crecimiento no es una prioridad del próximo gobierno, estaba revelando una gran verdad (al menos en lo que se desprende del programa): Apruebo Dignidad apuesta a la equidad más que el crecimiento. Y surge la vieja pregunta: ¿Es posible la equidad sin crecimiento? La experiencia internacional, y la de Chile a través de su historia, recuerda que aquello no es posible, pero no hay otra lectura posible para el programa de Boric: el énfasis en el gasto público no tiene un soporte en términos de ahorro, inversión y crecimiento. Una espiral de inflación, déficit fiscal y deuda pública -que ya está en marcha bajo este gobierno- es el escenario más probable para el próximo cuatrienio.

El programa contempla cuatro reformas estructurales; a saber, un acceso garantizado universal a la salud, pensiones dignas sin AFP, un sistema educativo público, gratuito y de calidad, y la conformación del primer gobierno ecologista en la historia de Chile, teniendo como ejes transversales la descentralización, el feminismo y el trabajo digno.

La reforma de la salud apunta a un sistema y un fondo universal con administrador único de los recursos y universalización de cobertura Fonasa (7%), con copago cero. Si bien se contempla la posibilidad de contratar un seguro complementario voluntario de salud, no queda claro qué pasaría con los tres millones de personas que están en una isapre. Sabemos lo estresado que está el sistema público, con las carencias históricas en materia de listas de espera y falta de especialistas, agravado por el fuerte impacto de la pandemia. Si consideramos el posible traslado de cientos de miles de personas desde el sistema privado al público -porque hacia allá van dirigidos los incentivos y, en todo caso, ¿cuántas personas estarán en condiciones de solventar ese seguro complementario por sobre el 7% que irá al fondo universal de salud?-, entonces podríamos estar frente a una crisis global del sistema de salud, público y privado.

La reforma de pensiones, en cambio, recoge lo que pareciera ser un cierto consenso al interior de la política y de los expertos en cuanto a avanzar hacia un sistema de tres pisos (contributivo, no contributivo y de ahorro voluntario), con varios resguardos que hacen ser un poco más optimistas al respecto: un camino sin atajos (dada la complejidad del tema), con criterio de gradualidad, pleno respeto por los ahorros individuales, traspaso voluntario al nuevo sistema, y un pilar contributivo -a propósito de Suecia- en términos de “un nuevo sistema de cuentas de registro individual previsional administrado por un órgano público autónomo y técnicamente idóneo” (113), son algunas de las definiciones y los resguardos que toma el programa. Subsiste la necesidad de una ingeniería de detalle que nos señale con mayor precisión tanto lo que será el sistema previsional en régimen como la transición para llegar a esa meta.

En materia de educación, la verdad es que se trata de un programa más de continuidad que de cambio, seguramente porque la reforma educacional ya se hizo bajo el gobierno de Bachelet y la Nueva Mayoría, en sus cuatro grandes aspectos: ley de inclusión (fin al lucro con fondos públicos, al copago y a la selección), carrera docente, Nueva Educación Pública y educación superior. Lo que hay es más bien una serie de perfeccionamientos y adecuaciones a la actual legislación e institucionalidad.

Más allá del deseo de avanzar hacia una educación “pública, gratuita y de calidad” -esa fue la consigna del movimiento estudiantil del 2011 que está en el ADN de los dirigentes del PC y el FA-, no se advierte ninguna reforma estructural en materia educacional. Lo que hay es un enunciado general de avanzar hacia “un nuevo sistema de financiamiento público de los establecimientos educacionales” (134), sin que se advierta en qué consistiría este último, más allá del consabido aumento del financiamiento basal a los establecimientos educacionales (no se habla del fin del sistema de subvenciones, por ejemplo). La gratuidad universal en educación superior es un objetivo indeterminado en el tiempo (recordemos que en el programa de Bachelet debía estar concluida el 2020). Se pone fin al CAE, pero se sustituye por “un nuevo sistema de créditos” (138).

A propósito de las deudas educacionales, se propone la condonación del CAE (el programa de Yasna Provoste propone su sustitución, pero no su condonación). Esta sola medida tiene un costo de US$ 10.377 M o el equivalente a 10 pagos del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Cabe hacer notar que un deudor del CAE paga en promedio una cuota mensual de
$ 41.994 (casi la mitad de ese total, paga $ 29.504), considerando una deuda promedio total de $ 6.409.225 (condonar significa que el Fisco compra esa cartera). ¿Se justifica una medida como esa frente a la envergadura de las reformas estructurales y las no estructurales y el costo asociado a las mismas?

Este es el tipo de medidas que disparan el costo del programa, junto a una serie de medidas permanentes y transitorias. Así, por ejemplo, se contempla una pensión básica de $ 250.000, un salario mínimo de $ 500.000, la construcción de 260.000 viviendas, una inyección de US$ 1.000 al Fondo Común Municipal, se duplica el presupuesto en Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación (CTCI) hasta llegar a 1% del PIB, además de la creación de 15 centros regionales -otros 15 centros se contemplan en salud mental-; “el transporte público será gratuito” (32), lo que plantea una serie de dudas si consideramos que el presupuesto público destina anualmente US$ 1.200 M al transporte público (¿cuánto de eso se dedicará a asegurar la gratuidad y en qué plazo?); adicionalmente, se contempla “gratuidad para la totalidad de fármacos cubiertos por el FUS” (122), un aumento de 60.000 cupos en educación parvularia, sumado todo lo anterior a la creación de cinco empresas estatales -en el programa inicial yo conté nueve- en el campo del litio, telecomunicaciones, Banco Nacional del Desarrollo, construcción de viviendas sustentables y comercializadora de materiales de la construcción (para construir “ferreterías populares”).

Si bien es cierto muchas de esas medidas contemplan una implementación gradual -el criterio de la gradualidad es una de las bases de la buena política pública-, el conjunto de medidas estructurales y no estructurales se supone que tienen un costo de ocho puntos del PIB (según el mismo programa). Y es ahí donde se plantean las grandes dudas en materia de financiamiento, en la medida en que no se vislumbra por ninguna parte una estructura de incentivos sobre ahorro, inversión y crecimiento. Bajo el enunciado de “cambios con responsabilidad fiscal”, lo que incluye una reforma tributaria con perspectiva de consolidación fiscal creíble, sobre la base de una progresividad de los impuestos, se afirma que “la reforma tributaria recaudará del orden del 8% del PIB en régimen” (seis a ocho años), compuesto de la siguiente manera: reducción de exenciones y medidas contra la evasión y la elusión (3,5%), desintegración del sistema tributario (personas y grandes empresas) apuntando a gravar las rentas más altas (1%), impuesto a la riqueza (1,5%), impuestos verdes (1%) y royalty a la gran minería del cobre (1%). Cabe tener presente que el gobierno de Bachelet se propuso recaudar el equivalente a un 3,2% del PIB, habiendo alcanzado solo 1,7 puntos en tres a cuatro años (el promedio de crecimiento anual fue de 1,6%).

¿Bajo qué supuestos de crecimiento se hacen estas estimaciones? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que, según Nicolás Grau, en el corto plazo el crecimiento no es una prioridad del próximo gobierno. Si bien el programa -concebido como “hoja de ruta” (lo que está bien)- no contempla estatizaciones ni expropiaciones, y se advierte un criterio en términos de gradualidad, las ambiciosas metas y objetivos propuestos enfrentan una dificultad mayor en términos de financiamiento y un virtual olvido de aquello que es la base de cualquier esfuerzo serio en términos de recaudación fiscal: el crecimiento económico. Lo anterior es aún más grave si consideramos que el programa asume la realidad “de más de una década de estancamiento económico” (61). ¿Qué se puede entonces esperar de un programa que aspira a un estadio superior de bienestar social al margen de cualquier esfuerzo en términos de crecimiento económico?

Hay que decir también, y para ir concluyendo, que hay un ámbito en que el programa de Boric II presenta una evidente ventaja en relación al programa de Boric I. Me refiero al ámbito de las relaciones económicas internacionales. La perspectiva de “revisar y evaluar” los tratados comerciales y de inversiones suscritos por Chile en los últimos 30 años ha sido sustituida por una de “actualización y modernización” de esos tratados (pp. 94-95 y 224), respetando la institucionalidad, derechos y tratados existentes, aprovechado las redes de acuerdos, con pragmatismo, y renuncia a actuar de manera unilateral. Se viene así a corregir, al menos en parte, el que tal vez apareciera como el mayor forado -no se me ocurre otro término- que uno pudiera identificar en el primer programa en términos de revisar los tratados comerciales y de inversiones que han sido uno de los motores del progreso y bienestar del Chile de las últimas tres décadas. Habrá que ver, sin embargo, cómo se materializará esta declaración hacia el futuro. El TPP-11 será la primera prueba.

En fin, junto con aspectos relevantes del programa que no hemos tenido espacio para reseñar, hay algunos que son un claro retroceso bajo cualquier punto de vista: poner fin al delegado presidencial regional en materia de descentralización es la mejor manera de matar el proceso en marcha hacia un Estado unitario descentralizado (Francia hasta el día de hoy tiene los prefectos -representativos del gobierno central- en los gobiernos regionales, en una reforma iniciada por Mitterrand en 1981), amenazando el criterio de transición gradual; la declaración de que los conocimientos generados con fondos públicos en el ámbito de la investigación deberán estar “a disposición de todos y todas cuando corresponda” (77) es otro (¿cuándo corresponde y en qué quedan los incentivos en materia de patentes y propiedad intelectual?); la insistencia en negociación laboral ramal y multinivel y la participación de los trabajadores en los directorios de las grandes empresas introduce un elemento de complejidad en las relaciones laborales, más concebidas para la sociedad industrial del siglo XX que para la era digital del siglo XXI; avanzar en la construcción de una “policía democrática” (211) y en la refundación de las mismas, entre otras, son solo algunas de las medidas que siembran una serie de dudas e interrogantes sobre el futuro.

En apretada síntesis, con ser una versión mejorada del primer programa y a pesar de que no se ve por ninguna parte cómo el PC pudiera haberle doblado a Boric y al FA la mano en materia programática -al menos visiblemente, quedando de manifiesto el abismo que separa a este programa con el de Daniel Jadue– sostengo que el talón de Aquiles de este segundo programa y final de Gabriel Boric y el Apruebo Dignidad es la nula atención a la estructura de incentivos que debiera redundar en un ciclo de ahorro, inversión y crecimiento para el próximo cuatrienio y que, más bien, lo que se puede vislumbrar como escenario más probable es una agudización del ciclo de inflación, déficit fiscal y endeudamiento público en que ya se encuentra el país.

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