Autor: Alejandro Foxley
Fuente: La Segunda

Con orgullo recibimos sus amigos la noticia de la primera plana en los diarios: Ricardo Ffrench-Davis es el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. Ricardo es un notable economista y también una notable persona. Su carrera ha sido principalmente académica y por ello no ha estado tanto en la opinión pública como otros. Pero cuando habla, su voz, es escuchada por su rigor profesional, por la agudeza de su análisis y por mostrar a menudo un ángulo distinto al que están discutiendo la mayoría de sus colegas.

Ffrench-Davis es doctorado en Chicago pero siempre ha sido un inconformista en el plano intelectual. Le impacientan las “verdades reveladas”, el modelo único, las rígidas ortodoxias tan frecuentes entre los economistas. Su desafío parece ser permanente el pensar en forma original los viejos problemas. No se conforma con una macroeconomía determinista que parece siempre disponer de la receta óptima como si nunca hubiera una mejor alternativa. Ricardo argumenta, por ejemplo, que los ajustes económicos después de un shock, como el de 1998, pueden ser más rápidos, generando menos desempleo y menos pobreza; que la política cambiaria no es un dogma y que, a veces, una banda cambiaria es mejor alternativa que el tipo de cambio fijo o el cambio totalmente libre, para impedir daños al sector exportador. Ha escrito desde siempre que la política económica nunca es neutra frente al problema de la equidad. Hay políticas macro que la debilitan y otras que la fortalecen. 

Sus ideas no siempre son bien recibidas en nuestro medio. Ponen en cuestión algunas “verdades” comúnmente aceptadas, y generan en algunos intranquilidad frente a certezas prematuras. Curiosamente, sus escritos tienen a menudo más impacto, repercusión e influencia más allá de Chile, en el ámbito latinoamericano y en el de los organismos internacionales. Se le asocia a figuras como Joseph Stiglitz o Dani Rodrik, voces extremadamente influyentes en la discusión internacional. 

Historias compartidas

Pero el homenaje a Ffrench-Davis evoca inevitablemente, historias personales compartidas. Fundamos juntos un centro de estudios, Cieplan, en la Universidad Católica. Un día el Almirante-Rector prohibió a todos los economistas de Cieplan dictar clases en la Escuela de Economía de la universidad donde trabajábamos. Cuando procuramos, además, públicamente defender a otros profesores cuyos contratos iban a ser terminados por razones políticas, nuestra suerte estaba echada. Un día fuimos donde el rector y le dijimos: a partir de mañana, todos nos vamos, hasta el último auxiliar administrativo porque no hay libertad para pensar, ni para escribir, ni para enseñar.

Nos instalamos en una vieja casa con recursos casi inexistentes. La Fundación Ford vino a nuestro exilio. Empezó así una experiencia inolvidable. Ante el ambiente represivo existente en el país y en sus universidades, pudimos reclutar a los mejores talentos que estaban egresando de sus carreras e invitarlos a pensar y escribir con libertad dentro de esta burbuja que era Cieplan.

Los primeros libros que escribieron los enviábamos a la oficina de la censura en el edificio Diego Portales y nunca los devolvían. Uno que logramos poner en una librería sin autorización, fue requisado a la pocas horas. De hecho, durante años nadie leía lo que escribíamos. Por quince años no tuvimos acceso nunca ni a treinta segundos de televisión. Los vehículos de algún oscuro órgano del Estado se estacionaban fuera de nuestra sede. Recibíamos amenazas. 

Sin embargo, mirando retrospectivamente, fueron años de enorme creatividad. No sufrimos los rigores de la cárcel, el exilio o la tortura como muchos otros colegas. Les abríamos las puertas a los que no tenían otro espacio. Y el aislamiento nos obligó a forjar un fuerte sentido de equipo y de fraternidad. En ese ambiente, comenzamos a fluir las ideas, el inconformismo con el estado de las cosas, con las políticas públicas imperantes, la revisión sistemática de los orígenes históricos de la crisis y del desplome institucional del país. 

Los primeros libros y artículos eran sobre el tema de las desigualdades, las críticas al modelo por su impacto negativo sobre los sectores más vulnerables,, incluyendo a pequeños productores y las formar alternativas para la apertura de la economía. Pero pronto entendimos que había un tema subyacente que explicaba casi todo lo demás. La crisis había sido un triunfo de una cultura de la confrontación, de ideologías totalizantes desde todos los sectores políticos, de la intolerancia y el aplastamiento del adversario. 

Lo que aprendimos

En ese momento empezamos a converger en una cierta visión del mundo más abierta y tolerante. Empezamos a escribir de la necesidad de una cultura de los acuerdos, como forma de instalar políticas públicas eficaces y perdurables. Explicitamos nuestra propuesta como de “continuidad y cambio” respecto del esquema económico imperante. Todo ese enfoque cristalizó en aquello del crecimiento con equidad que se asumió como la nueva estrategia que plantearía el candidato Aylwin a fines de los años ochenta. 

En verdad, este modesto homenaje es un amigo pero también a todos los que compartieron con nosotros esos años en Cieplan. La calidad profesional y humana de todos ellos explica, tal vez, que hayan sido reclutados para puestos claves en los gobiernos de Aylwin, Frei, Lagos, y que hoy están vigentes en el primer plano de actividades en el sector público, en el sector privado y en el mundo académico e intelectual. 

Con Ricardo y todos ellos aprendimos el valor de la persistencia, de cómo ser creativos en tiempos adversos, y del saber estar presente en aquel misterioso momento en que ideas de país o de políticas públicas claves, largamente ignoradas, pueden irrumpir en la escena y marcar el camino que desde el gobierno se escoge. Y sobre todo, de trabajarlas y llevarlas adelante con quienes piensan distinto de nosotros. 

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