Autor: Manuel Marfán
Fuente: La Tercera
Ayer jueves se cumplieron 9 años desde que falleció Edgardo Boeninger, el gran arquitecto de la transición. Fue él quien en 1986 convenció a un grupo de líderes políticos que era posible derrotar a Pinochet con sus propias leyes. También fue él quien señaló en ese año que había que prepararse desde ya para transitar a la democracia y, por cierto, para gobernar.
Ese ideario no fue poca cosa, considerando como era el Chile de 1986. Ese año se produjo la mayor de las protestas contra la dictadura, y donde tuvo lugar el “caso quemados”. Fue también el atentado contra Pinochet, y el asesinato de cuatro civiles como represalia. Chile estaba profundamente quebrado. Para muchos, lo que hacía el gobierno estaba bien, aunque fuera malo, solo porque lo hacia el gobierno. Para muchos otros, lo que hacía el gobierno estaba mal, aunque fuera bueno, solo porque lo hacía el gobierno. Así estábamos.
Fue en ese año, en un encuentro fuera de Santiago para hablar de política, economía y sociedad, cuando Alejandro Foxley nos señaló que debíamos prepararnos para gobernar. ¡Qué difícil parecía! La sociedad partida en dos, la economía en crisis y miseria en todos lados. Fue un proceso lento pero persistente que tuvo como grandes protagonistas a políticos visionarios y a los think tanks de oposición. Recuerdo a los que partían a la Universidad de Notre Dame a estudiar sobre gobernabilidad. También los ejercicios de “diálogos con la comunidad” a lo largo de todo el país, para escuchar de primera fuente a la gente y sus problemas: que los más pobres querían gobernabilidad (“cuando hay despelote nosotros pagamos el pato”). La convicción de que los países no parten desde cero; que todas las transiciones exitosas del siglo 20 habían tenido un mezcla de continuidad y de cambio; que había que construir un acuerdo amplio sobre qué cambiar y qué no. Que la democracia es un valor en sí mismo, y que por ello la sociedad del futuro debía generar un espacio para todos; incluso para los partidarios del régimen.
Cuando se hizo público que una parte de la oposición a Pinochet jugaría con las reglas de la dictadura, la reacción de los que preferían la estrategia de “todos los medios de lucha son válidos” pusieron el grito en el cielo: “¡Traidores!”. Pero poco a poco, dialogando hasta que doliera, la estrategia de Boeninger y todo lo que implicaba se fue imponiendo. En julio de 1988, cuando faltaban solo tres meses para el plebiscito, la izquierda más dura se sumó a la campaña del No.
Hoy se llama a recuperar el “espíritu del No”. Ese espíritu implica darle gobernabilidad a Chile y estimular con entusiasmo y persistencia el diálogo con los que piensan diferente. Implica construir una agenda democrática amplia, inclusiva y con sentido de futuro, y que “inclusiva” incluye a todos y no solo a los que piensan como yo.
Así como el Cardenal Silva Henríquez es recordado como “el alma de Chile”, el gran Edgardo Boeninger encarnó como nadie “el espíritu del No”.