Autor: Manuel Marfán
Fuente
: La Tercera

«No leo los diarios”. Esa fue la respuesta de un dirigente que fue consultado respecto de los dichos del nuevo ministro de Deportes. La noticia involucraba directamente al club que preside, y él no estaba enterado. Me llamó la atención esa respuesta y también el tono de superioridad con que la dijo, como si no saber qué está pasando fuera una virtud. Sin embargo, esa anécdota no me sorprendió. Al contrario, fue una muestra más de una tendencia preocupante.

A primera vista parece raro no estar al tanto de lo que ocurre dada la oferta de información que existe hoy. Una persona con acceso a Internet puede informarse como quiera, y puede comunicar lo que quiera en tiempo real. La información disponible es abrumadora y la mayoría preselecciona o, en chileno, se “acasera” con algunos sitios web, blogs, chats, etc. La tendencia natural es buscar sitios con datos útiles para mi trabajo, mi entretención, mis compras, mis necesidades y, si queda espacio para búsquedas menos autorreferentes, información con enfoques que me interpreten. Al final estoy conectado con lo que refuerza mis intereses, mis prejuicios y mis convicciones y, poco a poco, me voy involucrando aún más en la tribu de los que se parecen a mí. Y allí me siento cómodo. Mal que mal, mis mejores amigos se parecen mucho a mí en nivel de ingresos, educación y gustos, y nuestros temas de conversación son de interés común. Vivo en un barrio donde también me siento cómodo porque convivo con los de mi tribu, y así. Los de mi tribu nos exacerbamos mutuamente nuestras rabias de cómo funcionan las cosas, y compartimos las mismas fuentes de información que, de paso, refuerzan nuestras convicciones (y nuestra rabia).

Los dirigentes de los estudiantes universitarios discuten con otros estudiantes y desconfían de los que no lo son. Como producto de eso logran que una mayoría de ellos respalde la idea de la gratuidad universal. Los seguidores del señor Mesina, adultos mayores como él (y como yo), discuten entre ellos que sus pensiones deben financiarlas los jóvenes, a pesar de que la generación de Mesina (y mía) no le tocó financiar a los viejos. La señora Rosa Miranda y sus seguidores, deudores en problemas, discuten entre ellos y concluyen que es su derecho no pagar sus deudas y mantener la propiedad de sus viviendas. En fin, los ejemplos de discusiones autorreferentes son múltiples, y en todos los niveles. Los que elegí tienen la virtud que su punto de partida es legítimo y entendible, pero con conclusiones delirantes. En todas esas y otras tribus se discute entre iguales, y concluyen que “la sociedad nos debe”. Nada muy distinto a la endogamia intelectual (también delirante) que se da en muchos sitios virtuales. ¿Y dónde queda lo nacional? ¿Dónde se armoniza una sociedad con demasiados acreedores y nadie se reconoce como deudor? Ése es precisamente el papel de la política. El descrédito de ésta ha exacerbado el fraccionamiento de nuestra sociedad en tribus crecientemente autorreferentes y agresivas hacia el resto. “Yo no voto” dice una mayoría creciente con un tono de superioridad como si eso fuera una virtud. Mala cosa.

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