Autor: Alejandro Foxley
Fuente: El Mercurio

Desde 1990, Chile ha instalado una sociedad democrática estable, creciendo a más del 5% al año, por 25 años, reduciendo la pobreza a un tercio de lo que había hacia fines del gobierno militar, aumentando en 300 por ciento el consumo por persona, por mencionar sólo algunos de los indicadores positivos, sostenidos por más de 20 años de gobiernos democráticos. 

Los candidatos y los dirigentes políticos en la última elección centraron su discurso, justificadamente, en las carencias, las desigualdades y los abusos que llenan las páginas de los periódicos cotidianamente. ¿Quiénes han estado en el centro del descontento? El 72% de los estudiantes de educación superior, cuyas carreras le cuestan a sus familias por lo menos la mitad del ingreso familiar.

En el descontento están, también, las familias sobre-endeudadas. La OCDE señala que la deuda de los hogares en Chile, a fines del 2010, era equivalente al 70% de su ingreso disponible, duplicando la cifra del 2000. Están también aquellos que enfrentan un costo excesivo en sus planes de salud, mientras se enteran por la prensa de las enormes utilidades de su Isapre.

El descontento también incluye a los prontos a jubilar, cuando constatan un valor esperado para sus pensiones marcadamente inferior al que les permitiría vivir una vejez con dignidad. No ayuda a reducir el enojo cuando un juez sanciona por colusión a los ejecutivos de farmacias condenándolos a que se matriculen en clases de ética. Esta insatisfacción afecta especialmente a las familias de clase media cuyas expectativas respecto del futuro crecían simultáneamente con los buenos indicadores de crecimiento de la economía. 

Parece haber acuerdo que se hace urgente atacar frontalmente la inseguridad de la clase media, extendiendo el piso de protección social, garantizando educación y acceso a salud de calidad, y a pensiones adecuadas a las necesidades de la tercera edad. Debería haber acuerdo, también en que hay que regular mejor a los proveedores privados de servicios sociales básicos y a un sector financiero, que concede créditos caros y muestra escasa preocupación por el eventual sobre-endeudamiento de sus clientes.

¿Es eso lo único que hay que hacer en los próximos años para recuperar la credibilidad y la confianza en la clase dirigente? El tema se hace más complejo y exigente por la etapa de desarrollo en que se encuentra el país.

Las expectativas de los sectores sociales hoy empoderados van a seguir creciendo. Una parte de esas aspiraciones podrán satisfacerse redistribuyendo ingresos a través de una reforma tributaria. Pero, en lo sustancial y permanente, los ingresos adicionales necesarios tendrán que provenir de una economía que sea capaz de crecer aceleradamente a futuro, a tasas no inferiores al 5% anual.

El riesgo es que esa meta no sea alcanzada. La economía chilena hoy día es la de un país de ingreso medio. En esta fase del desarrollo, la experiencia histórica demuestra que aumenta la probabilidad de caer en lo que numerosos estudios académicos llaman “la trampa del ingreso medio”. Se cae en ella por alguno de tres factores: pérdida de cohesión social por no dar cuenta a tiempo de la inseguridad económica de sectores mayoritarios de la población; pérdida de competitividad de su economía; y baja calidad de la política y sus instituciones. 

Avanzar en competitividad y en productividad, es un requisito para seguir creciendo en una economía global. El rol del sector privado es esencial en esta tarea. Como señalaba Miichael Porter en una visita a Chile, se necesita un sector privado más potente en cuanto a su capacidad de innovar, crear nuevos productos y diversificar las exportaciones. El discurso desde la política debería permanentemente invitar al diálogo público-privado, como lo hacen los países afines más exitosos, como Australia, nueva Zelandia, Finlandia y Corea, para compartir una visión estratégica que sea pro-crecimiento, socialmente inclusiva y con menos desigualdades. 

Las instituciones políticas ineficaces también hacen caer a un país en la trampa del ingreso medio. Una parte de esa ineficiencia se genera por un sistema electoral que conduce inevitablemente a un empate político permanente. Esta es una razón de fondo para dar alta prioridad a una reforma del sistema electoral chileno.

El test principal para un sistema político-democrático es el de poder constituir mayorías con capacidad de mirar más allá del corto plazo, y que sean capaces de construir consensos en los temas estratégicos. 

¿Es esto posible en esta etapa del desarrollo chileno? Lo fue en la fase de consolidación de la democracia a partir de 1990. En esos años fue posible, desde una mayoría política y social instalada en el gobierno, convocar al sector privado y a las organizaciones sindicales, a partidos de gobierno y oposición. Durante el proceso se fue encontrando un terreno común, una cierta visión del país y su futuro, compartida en lo grueso, con las discrepancias propias de una sociedad diversa. Así se fue gradualmente superando la retórica de la intransigencia y de los antagonismos sin solución. 

Esos procesos, si se sostienen en el tiempo, hacen surgir el germen de una nueva cultura: de los acuerdos políticos, de valorar “la vida de los otros” y sus precariedades; del reencuentro de un sentido de nación, de un futuro común a compartir.

Fuente: El Mercurio

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